Me traes a caminar al bosque. Después de unos cinco metros aparece una encrucijada. ¿Por acá o por allá? Para mi fortuna elegiste el camino menos transitado. Caminamos más allá de las figuras toscas e inmensas de los árboles, de sus cuerpos enmarañados en ramas y follaje. Caminamos y me dices: “Hace muchos años había una fábrica de papel por Insurgentes. Y este bosque lo plantaron para abastecerse de su materia prima y se extendió por los peñascos y todas estas lomas”. “¿En serio?”, te pregunto, sin expresar sorpresa alguna. “Así es”, me respondes, con ese aire tan confiado de quien no se deja vencer, de quien siempre tiene la razón. 

Te miro de perfil: tu semblante orgulloso, con la vista al frente, sobre todas las cosas que buscas poseer. Conquistas con la mirada cada rama de cada pino, cedro y encino a nuestro alrededor, cada piedra en el camino y cada vuelta en el sendero. Me pregunto si acaso distingues un árbol de otro, si es que intuyes que estás ante algo más grande que tú. 

No te lo había contado, pero este bosque es mi hogar. Cuando era niño y vivía a dos cuadras de aquí, me pasaba las horas recorriendo cada vericueto. Y es que no te has fijado: debajo de las uñas traigo tierra y pasto. Pero te dejo creer que me estás guiando, como siempre te ha gustado. Como cuando me obligaste a trabajar en la tienda de mascotas porque yo no tenía trabajo ni estudiaba. Que porque estando solo en nuestro departamento pensaba puras pendejadas, y me decías: “Esa ansiedad no es más que falta de quehacer. ¡Mira! En la tienda de mascotas de la esquina están contratando”. De pronto estaba ahí contigo, mientras solicitabas informes del trabajo para que me entrevistaran. 

La dueña de la tienda de mascotas, “La pecera azul”, es una chava delgadita y baja, seguramente más joven que yo. Se presentó como Sarahí. Su actitud fue respetuosa, aunque pensé que un poco falsa. Tal vez porque durante la entrevista traté de emular su efusividad, ocultando cualquier rastro de mi depresión. A ella le gustó eso. Lo sé porque necesitaba a una persona frente al mostrador, que atendiera a los clientes con la mejor disposición y una sonrisa. Soy perfecto para este trabajo ya que sirvo muy bien como fachada y espejo. Mi psicóloga me dijo alguna vez que era muy triste que tuviera un control tan rígido de mis emociones, pero esto lo hago para sobrevivir. Así que no fue ninguna sorpresa cuando la dueña de la tienda me eligió para el puesto. Al día siguiente me mostró la tienda y me enunció todas mis responsabilidades conforme se le iban ocurriendo. 

Cuando Sarahí me mostró la tienda, me llevó hasta el fondo del local, ante unas enormes peceras con distintos tipos de peces: todos de colores, nadando tras un cristal de agua azul artificial. Y más al fondo, después de los estanques de coral y arena falsa, me mostró los reptiles: iguanas gigantes y uno que otro lagarto con piel de piedra y picos. Pero la mercancía que más me intrigó fue una serpiente coralillo. Desde que la vi, sus colores vibrantes y su aterradora simetría despertaron en mí una sensación que me revolvía el estómago. El patrón de escamas en su piel me producía una especie de escozor en la mía y sus colores despertaban en mí una sensación de alerta, de que estaba a punto de suceder algo terrible: amarillo-incertidumbre, rojo-peligro, negro-venganza. La lengua bífida me parecía un arma punzocortante, lamiendo heridas que abre al saborear el mismo aire que respiro. Pero con todo y la repulsión que su cabecita negra me provocaba no podía quitarle los ojos de encima. 

No estaba muy seguro de lo que me provocaba. La imagen del animalillo enroscado me perseguía en los momentos más insólitos de mi cotidianidad, como cuando iba al mercado a conseguir pimientos amarillos para mis ensaladas o cuando estaba solo, viendo películas mientras esperaba tu llegada, Sebastián. Entonces me embargaba un sentimiento de terror, una crisis de pánico. Me imaginaba al coralillo escondido bajo los vegetales o, tal vez, arrastrándose sobre la duela del departamento, esperando a que bajara los pies de la cama para besarlos. Tal vez para contarme, no sé, un fatídico secreto. Incluso en sueños era devorado por serpientes. O más bien, amado. Porque en sueños el coralillo no me perseguía, me atrapaba: en la sala, en la cocina o en la cama. 

No te conté nada de esto, porque sé cómo eres, así que seguí laborando en ese espacio con la terrible sensación de peligro inminente. Cada vez que limpiaba el fondo de la tienda, estaba ahí la serpiente. Sentía su presencia robándome el oxígeno y apresándome con sus rayas rojo-negro-amarillas, castigándome con vértigo y ganas de arrancarme el cabello y vomitar. No podía comer siquiera mientras estaba en la tienda. Aunque estuviera doblando turno, el apetito no llegaba. La presión era insoportable, pero no estaba dispuesto a renunciar. Quizá porque te temo más a ti que a la serpiente. 

Cuando era niño, me gustaba venir aquí al bosque. Era todo un explorador nato. Recorría los pedregales, escalaba árboles de diez metros y corría cuesta abajo las lomas entre la hierba alta y las espinas. Me gustaba cazar lagartijas y coleccionar ramas del tamaño de mis brazos, pues en mi fantasía eran espadas de acero con las que combatía al ogro. Mi enemigo siempre era mi padre. Él no me llevaba siempre al bosque, pero en su ausencia atacaba a los arbustos con furia y rabia, imaginándome que le rompía las extremidades y veía en el follaje su cara. Esto tampoco lo sabes.

Tú te pareces mucho a él, a mi padre.   

Te diría que en el centro de este bosque vive un nahual, pues eso me decía mi abuela. En aquella época, vivía prácticamente trepado a los árboles, aspirando su humedad en septiembre y pegado a su voluptuosidad en marzo. Nunca vi al nahual del bosque, o a lo mejor sí: transformado en cincuate o en zanate. Quizás la abuela solo lo decía para que regresara más temprano a casa, porque en el centro del bosque lo único que habitaba era mi corazón. 

Ahora mismo, te detienes para fotografiar con tu teléfono una excelente telaraña que se nos cruza en el camino, entre dos árboles de eucalipto. Como querías la experiencia completa de explorador, nos salimos del camino demarcado y nos adentramos en la espesa arboleda. “Da miedo, ¿no crees?”, me preguntas. El bosque se cierne sobre nosotros, gris y frío como el mes de noviembre. 

—¡En serio! Es como de película de terror. 

—Sí, así es —te respondo.

Pero el bosque no me da miedo. Ni con el nahual rondando. Las dos únicas cosas que temía eran el coralillo en la tienda de mascotas y tu mirada llena de odio. 

Hasta que ya no fue así.

Te traigo a caminar al bosque de mi infancia, porque me sé cada sendero y escondite entre las hierbas. Te llevo por el camino menos transitado, entre abetos y murmullos que encienden tu imaginación con imágenes de animales rastreros y bestias peligrosas. Puedo ver que tus manos tiemblan, que tu pulso se acelera, que tu sudor no se debe al esfuerzo de la caminata, sino a la sensación de peligro que te invade. Estamos más cerca del centro del bosque, donde las copas de los árboles son más espesas y la tierra desprende un olor a humedad. El sol apenas ilumina aquí. 

Quisiera entender cómo piensas. Pero entre más me obligo a ser tu pensamiento, me siento más asfixiado. Creí que podría redimir tu crueldad, por eso acepté casarme contigo, Sebastián. Sin embargo, cada vez que intenté desmenuzar la coraza con la que te ocultabas de mí, recibí violencia a cambio. Recibí los mismos insultos que tantas veces me gritó mi padre y, en alguna ocasión, incluso me apresaste con fuerza entre tus brazos, sofocando cada ilusión que deposité en nuestro amor. Soporté el rastro furioso y caliente de tus dedos sobre mi cuello y sobre mis labios cada vez que me exigiste que me callara mis tristezas. No es sencillo describir el temor que me inspira tu ira, comparado con el temor de saberme abandonado y huérfano de nuevo cuando te ibas de mi lado. Llegué a humillarme con tal de que me dieras otra oportunidad de ganarme la más breve de tus caricias y el más corto de tus suspiros. 

Hasta que ya no fue así.

Te traigo al centro del bosque, donde habita el nahual de mis sueños y mi infancia. Él me reveló la verdad sobre el miedo. Me enseñó sobre la vida y el vértigo, la muerte y el anhelo. Me enseñó que dentro de mí el bosque palpita. Me reclama como su verdadero heredero, porque el resto de la vida no es para mí. La pecera en la que me quieres dentro no es suficiente para contenerme. El coralillo siempre lo supo. El día que me atrapó me contó este secreto, que dio paso a mi propia transmutación: me desbordé por primera vez y dejé a un lado el propio control que tenía sobre mí para dar paso a algo maravilloso: la furia. Ahora mi piel se estira y se desliza hasta caer a mis tobillos, la sangre se endurece alrededor de las escamas. Se endurece algo alrededor de mi esternón. Dos colmillos cargados de veneno se abren paso a través de mis encías. Y mis ojos, ahora más oscuros que los de mi abuela, te observan, temeroso, antes de que yo te caiga encima en un abrazo de amor. Fuerte. Constrictor. Y te regalo el último beso, que nos liberará del dolor.

Foto tomada de Teepublic

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Escrito por:paginasalmon

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